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Bartolomé Cáceres Detector de NPC *

 Bartolomé Cáceres llevaba horas sentado en aquel banco de la estación de ferrocarril. Como todo lo hecho por los ingleses en el siglo XIX, conservaba la elegancia británica. Esta estación tenía un toque barroco en los interiores. En medio de tanta arquitectura local, era difícil no contagiarse de aquello que predominaba.

Bartolomé había estado innumerables veces allí, pero hoy no miraba lámparas, adornos ni muebles. Toda su atención se centraba en los viajeros que transitaban por allí esperando el próximo tren; apenas pasaba uno cada hora. "Demasiada estación para tan poco tren", pensó.

—Aquel del pantalón azul, no. Este del sombrero, tampoco. Esos niños que van con la señora mulata, sí. La señora también —se decía Bartolomé en voz baja, para sí.

Yo estaba demasiado cerca y no pude evitar escuchar su recuento. Pero cuanto más lo escuchaba contar, menos entendía qué contaba. No eran adultos, ni niños, ni mujeres, ni hombres. Llevaba un rato observando su clasificación binaria en “sí” o “no”. Pensé por un momento que estaba haciendo una clasificación étnica. Me dije: “Será medio xenófobo el tipo”, pero pronto me di cuenta de que tampoco respondía a ello.

La curiosidad ya me invadía, y no pude contenerme. Siempre me meto en las cosas que no me incumben, y más de una vez salgo escaldado de las situaciones.

—Discúlpeme, señor. Llevo un rato observando que usted está clasificando a los viajeros, pero no logro entender en base a qué unos sí y otros, según usted, no.

—Soy Bartolomé. Bartolomé Cáceres.

—Un gusto, me llamo Davide. Disculpe mi curiosidad, pero usted, mientras espera el tren, observa a los viajeros, y yo no pude evitar observarlo a usted. La verdad, llevo más de quince minutos y no entiendo cómo los divide en sí o no.

—Estimado Davide, si usted los mirara bien, ya se habría dado cuenta. Solo que usted ve físicos solamente. Y yo miro un poquito más.

—Ahora entiendo menos, Bartolomé. ¿Quiere decirme usted que no sé mirar?

—Sí que sabe —dijo Bartolomé mirándome fijamente—. De hecho, se dio cuenta de lo que yo estaba haciendo.

—Sí, pero no puedo saber qué es lo que realmente hace.

—Yo ya soy un hombre mayor, tengo más de sesenta —dijo con cierta nostalgia—. En cambio, usted no tiene ni cuarenta.

—Se equivoca. Hace unos días cumplí cuarenta y dos —dije entre orgulloso y preocupado.

—Qué buena edad tiene. Creo que yo tenía más o menos la misma cuando lo empecé a percibir.

—¿A notar qué?

—Esto de estos seres. Antes eran unos pocos. Hoy creo que deben ser ya más del cuarenta por ciento de la población.

—¿Qué seres? ¿Usted está bien, Bartolomé? Son todas personas normales y corrientes. No veo ninguna verde, ni gris, ni con ojos rojos ni orejas puntiagudas como en Star Trek.

—Parecen normales, estimado Davide, pero no lo son —dijo Bartolomé con un rictus serio y una preocupación que no podía ser fingida.

—¿Pero es que acaso son peligrosos? Yo no he visto diferencia. ¿Acaso están enfermos? ¿Son portadores de algún virus muy contagioso y mortal, y usted lo puede detectar?

—No es lo que llevan, sino lo que les falta —dijo Bartolomé con la seguridad que otorgan tantos años de observación—. Están de relleno en este juego. Son seres que no podemos saber si realmente existen, si tienen vida o si solo están aquí y ahora para que esta estación no nos parezca tan vacía. Cuando llegue el tren, todos los que no estén en nuestro vagón quizás desaparezcan y ya no tengan ninguna razón para estar aquí.

—No entiendo. ¿Usted cree que son una imagen nada más? ¿Una especie de holograma proyectado?

—En realidad creo que todos nosotros somos una especie de holograma proyectado en esta realidad. Solo que ellos son solo lo que usted puede ver, y no hay nada más.

—Como nosotros.

—No, estimado Davide. Usted porta un alma. Ellos no. Son una especie de carcasa vacía. Están allí de relleno, comportándose como autómatas, siguiendo un programa, sin ningún libre albedrío.

Usted, cuando llegue el tren, igual que yo, podrá decidir si sube o no. De hecho, podemos ir a la cafetería, dejar pasar este y subirnos al próximo mientras le enseño a distinguir a los viajeros que van llegando. En cambio, ellos solo harán lo que tengan programado hacer. Lo que trato de averiguar en este momento es qué pasa o qué hacen cuando desaparecen de mi vista. Mi duda es si solo están porque están en mi campo visual; qué pasa cuando no lo están. Si permanecen o no.

Yo, en ese momento, me encontraba realmente sorprendido. Había pasado de la curiosidad a la estupefacción de la revelación.

—¿Y cómo se da cuenta usted de esta diferencia? —pregunté, intentando tener alguna pista que verificase o no su aseveración.

—Debo reconocer que al principio me costaba. Pero sus miradas vacías, su falta de emoción… Les da igual todo: si el tren llega, si está sucio, si van dos jóvenes haciendo un escándalo. Van por esta vida o simulación como proyectados. Solo intercambian con usted algo si usted los interpela. Entonces responderán correcta y escuetamente, sin dudar, a cualquier pregunta. Como si en su memoria artificial, casi robótica, estuviera toda la información posible.

—¿De verdad, Bartolomé?

—Ni lo dude, joven. Hace más de veinte años que los observo y he desarrollado ciertas artimañas para cerciorarme. A veces hay gente que solo es distraída y uno la puede confundir. Pero los sin alma abundan, y cada año detecto a más.

—¿Y cree que siempre fue así?

—Me lo he preguntado mucho en estos años. Creo que no. Es más bien un fenómeno moderno. Siempre ha habido gente maligna mezclada en la humanidad, seres que es difícil pensar que son humanos. Pero eran pocos. Esto es otra cosa: estos son como seres neutros. No juegan en este juego. Están de relleno. No le harán mal, pero tampoco bien. Si sufrimos un robo en este momento, ninguno de ellos intervendrá. Estarán allí como simples espectadores.

—Yo pensé que esas cosas se debían a esta nueva sociedad que nos han construido con desafecto y sin valores.

—¿Qué dice, Davide? Los seres siempre tienen valores. Solo que estos son simples envases vacíos.

Mientras Bartolomé hablaba, yo trataba de prestar atención a los seres que él clasificaba. De alguna forma, creí notar la diferencia. De hecho, más de una vez pensé que esta sociedad estaba llena de seres extraños. En mi fantasía podía llegar a pensar en extraterrestres disfrazados antes que en seres de carne y hueso incompletos, a falta de “alma”, como había dicho Bartolomé.

—¿Y usted a qué cree que se debe? ¿Por qué pasa? —interrogué, tratando de encontrar una justificación a su dudosa teoría.

—Antes pasaba menos. Yo creo que es por el crecimiento de la población —levantando los hombros como indicando que no tenía la certeza—. Para mí, la respuesta es que el número de almas es finito. Al crecer tanto la población, no hay almas para todos. Los humanos se reproducen y la población crece; las almas tienen un número finito y no hay almas para todos. Por lo tanto, cada vez serán más los que anden así.

—No puede creer usted eso —le dije con cierta dureza.

—Sí, lo creo, Davide. De hecho, creo que es el mayor problema que tiene este mundo. Cuantos más seres en esta condición —no sé si seres o entes es la palabra, bueno, da igual cómo los llamemos—, lo cierto es que están.

Como te decía, cuantos más sean, menos podemos modificar la realidad. Se necesita cierta masa crítica capaz de amar, odiar, luchar, sentir. Y con tantos entes así, nos quedamos diluidos, anodinos, paralizados, donde todo da igual. Actúan como un catalizador de rendición ante las injusticias, la locura y la tecnocracia creciente que nos arrebata la vida en pos del transhumanismo.

—¿Podemos hacer algo? —pregunté con la desazón de empezar a tener respuestas al proceso que estaba transformando el mundo. La humanidad se convertía cada vez más rápido en algo que no me gustaba. La creencia de Bartolomé parecía ser una respuesta coherente a mis inquietudes, aunque difícil de asimilar.

Me sacó de mis pensamientos el anuncio por megafonía de que llegaba nuestro tren.

Un joven se acercó a nosotros. Me sonrió y se dirigió a don Bartolomé mientras le apoyaba la mano en el hombro.

—Papá, veo que has estado entretenido conversando. Vamos para casa.

Se acercó a mí y en voz baja me dijo:

—Es mi padre, Bartolomé. No está muy bien. Suele escaparse de casa. Cuando lo hace, sé que lo voy a encontrar aquí. Espero que no lo haya molestado con sus maquinaciones sobre cosas extrañas.

—No se preocupe. Me ha gustado charlar con su padre. Solo hablamos de personas.

Ya de espaldas, mientras se marchaban, Bartolomé me dijo:

—Adiós, Davide. Un placer. Esté atento cuando observe el mundo. Está lleno de sorpresas.

Y me guiñó un ojo.

Subí al tren de los primeros. A medida que subían los pasajeros, me decía para mí:

—Este no, este sí, este no, este tampoco. Esa morena bellísima, seguro que sí, aunque no me mire ni sonría.



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