Archimedes y la defensa de Siracusa
Capítulo I – El puerto y la garra
El sol caía sobre Siracusa como un martillo de bronce. Las piedras del muelle ardían, y hasta las gaviotas parecían tener sed. Yo había pasado la noche en el termopolio de Filón, empapando el gaznate con vino resinoso y escuchando a los marineros exagerar sus hazañas. El aire olía a aceite rancio, pescado viejo y a esa mezcla de especias que sólo en Sicilia sabe a casa y a guerra al mismo tiempo.
Caminaba hacia el agua para despejar la cabeza cuando lo vi. Entre los mástiles y las redes colgantes, Arquímedes estaba allí, no como el filósofo distraído que garabateaba círculos en la arena, sino como un general romano —ironía amarga—, con la túnica recogida y la voz cortando el aire.
—¡No, no, no! —tronó—. Esa viga va allí, no aquí. Si el brazo no se alinea con el eje, cuando sueltes la cuerda reventará y nos matará a todos antes de que lo haga el cónsul. ¡Tú! —me señaló sin mirarme—. Sí, tú, el de la lanza torcida. Deja eso y ayuda a girar el tambor.
Yo, que apenas lo conocía de verle pasar por el ágora con un séquito de aprendices, me quedé inmóvil, con la jarra de vino todavía en la mano. Él giró la cabeza y, por un instante, sus ojos grises me atravesaron como una flecha bien lanzada.
—¿O piensas que Roma nos va a perdonar por ser torpes?
Tragué saliva. No era una pregunta. Dejé la jarra sobre un barril y me acerqué. Al pasar junto a mí, un joven con las manos llenas de cuerdas susurró:
—Obedece, forastero. Aquí, hasta Apolo hace caso a Arquímedes.
En la explanada junto al agua, hombres y muchachos arrastraban vigas, ajustaban engranajes de bronce, tensaban sogas que crujían como árboles en tormenta. Sobre las murallas, sombras de madera se recortaban contra el cielo: arcos gigantes, brazos articulados, espejos pulidos que atrapaban el sol y lo lanzaban al mar en destellos cegadores.
Nunca había visto nada igual. Aquello no era la guerra como yo la conocía, con espadas y escudos y gritos. Era otra cosa: un cálculo exacto de la muerte. Y en el centro, ese anciano de túnica sucia y mirada de lince, que movía a decenas de hombres como si fueran piezas en un tablero invisible.
—Tito Gaius —dijo sin que yo me hubiera presentado—, si no quieres acabar flotando como un pez muerto, trae más aceite. Hoy haremos arder el mar.
Y en ese instante supe que, aunque me había unido al ejército de Siracusa por monedas, iba a quedarme por algo mucho más grande.
Capítulo II – Entre Ortigia y el Rayo del Sol
Salí del muelle detrás de Arquímedes, el aire salado pegándose en mi piel como una segunda camisa. El griterío de los vendedores de pescado se mezclaba con el estrépito metálico de las grúas y las órdenes a viva voz.
El barrio de Ortigia estaba irreconocible. Donde antes había patios perfumados con naranjos y el murmullo de las fuentes, ahora se alzaban empalizadas nuevas, catapultas apuntando al horizonte y columnas tumbadas que servían de contrapeso. Los esclavos corrían con cubos de agua para enfriar las poleas, y los aprendices de Arquímedes pulían sin descanso discos de bronce hasta que el sol se reflejaba en ellos como cuchillas.
—Más rápido, ragazzi, que no nos van a esperar —vociferó Arquímedes, y el tono me sorprendió otra vez. No era el del sabio que me enseñó a calcular el área de un círculo sobre la arena de la plaza. No, allí había un jefe militar, un hombre que hablaba como si cada palabra pudiera ser un dardo.
Mientras le alcanzaba una cuerda empapada de aceite, vi en el horizonte el bosque de mástiles romanos. Eran como lanzas negras sobre un mar azul oscuro. Las campanas del templo de Apolo repicaban; los tambores resonaban en la colina de Epípolas, donde —decían— Hipócrates fortificaba la muralla con la testarudez de un toro siciliano. Su hermano, Epicides, corría de un extremo a otro del puerto, arengando a los hoplitas, su voz dura como el bronce de las armas que brillaban al sol.
—Tito, ¿ves esos puntos en el agua? —me preguntó Arquímedes sin apartar la vista de su monstruo mecánico.
—Sí, maestro.
—Son galeras romanas. Pronto estarán al alcance. Y entonces… —palmeó la enorme viga de madera que colgaba sobre nosotros— …entenderán que Siracusa no se entrega.
El metal del mecanismo crujió. En su voz había algo de orgullo y algo de tristeza, como si supiera que estaba construyendo tanto una muralla… como su propio epitafio.
Capítulo III – Camino a Epípolas
El sol aún no había trepado del todo cuando me vi con el encargo en la mano: un pergamino enrollado, sellado con el anillo de Arquímedes. No me dijo qué contenía, sólo que debía entregárselo a Hipócrates en lo alto de Epípolas, “antes de que el mar se convierta en un horno”.
—No lo pierdas, Tito. Y no hables con nadie. —Sus ojos, duros como el bronce de sus máquinas, se clavaron en mí—. Si los romanos toman la muralla, rómpelo y quémalo.
Obedecí. Un carro me esperaba en la salida de Ortigia, con un par de mulas inquietas y un joven auriga que mascaba aceitunas verdes. Subí, apretando el tubo de bronce contra el pecho.
Atravesamos la Porta Marina. Las calles de Siracusa hervían: mujeres cargando cántaros de agua, ancianos apilando piedras para las hondas, niños corriendo con antorchas encendidas como si fueran espadas. Al fondo, entre las casas encaladas, el eco sordo de los martillazos de Arquímedes todavía se oía, marcando el pulso de la ciudad.
A medida que ascendíamos hacia las murallas de Epípolas, el aire se volvía más fresco y salado. Desde arriba, se veía toda la flota romana, oscura como una mancha de tinta sobre el azul del puerto. Sus mástiles parecían un bosque sin hojas, y los estandartes rojos se movían al viento como lenguas de fuego.
Hipócrates nos esperaba junto a un grupo de hoplitas, el casco echado hacia atrás, la lanza apoyada en el hombro. Tenía el ceño fruncido, pero al verme se dibujó una sonrisa breve.
—Tito, ¿qué me traes? —preguntó, bajando del parapeto.
Le tendí el pergamino. No me atreví a decir que venía de Arquímedes; no fuera que los romanos ya tuvieran oídos en todas partes. Sus dedos, curtidos por la guerra, rompieron el sello con la naturalidad de quien abre una carta de amor.
No sé qué decían las palabras del maestro, pero vi cómo a Hipócrates se le endurecía la mandíbula mientras leía. Luego me miró, y en sus ojos había una mezcla de miedo y determinación.
—Dile a Arquímedes —dijo— que sus garfios no tendrán descanso. Esta noche el mar se llenará de gritos.
Capítulo IV – La Garra del Mar
No había subido tantas cuestas desde que dejé las colinas de mi Calabria natal. Las murallas de Epípolas se alzaban como dientes de piedra contra el cielo encendido, y al llegar, el aire olía a hierro caliente y a brea.
Hipócrates no perdió tiempo. Tras leer el mensaje de Arquímedes, ordenó a sus hombres que giraran unas ruedas enormes conectadas a cadenas. Al principio no entendí qué demonios estaba mirando: unas vigas descomunales, más gruesas que el mástil de una trirreme, que asomaban por encima del parapeto como brazos de gigantes dormidos.
—Es su garra —me dijo un soldado a mi lado, con un tono entre reverencia y miedo—. Dice que arrancará barcos del agua como si fueran peces en una red.
No alcancé a responder. Desde el mar, los cuernos romanos bramaron, y una línea de naves empezó a avanzar, remos batiendo el azul como alas de cuervo. Los centuriones gritaban órdenes que llegaban distorsionadas por el viento, pero el retumbar de los tambores de guerra se entendía en cualquier lengua: ¡Venimos por ustedes!
—¡Ahora! —rugió Arquímedes, y su voz, tan distinta de la que llenaba la biblioteca de fórmulas y diagramas, se impuso sobre el estrépito.
Las ruedas giraron, las cadenas chirriaron, y una de aquellas moles de madera descendió como la mano de un dios furioso. Ganchos de hierro se cerraron sobre la proa de la primera nave romana, y con un crujido de tablas desgarradas, el monstruo de madera se alzó, levantando al trirreme como si fuera una juguete. Los hombres de Marcelo gritaron, algunos cayeron al agua como piedras, otros se aferraron inútilmente a las cuerdas.
Con un último golpe, la garra soltó su presa. El barco cayó de espaldas y se partió como una nuez, tragado por el mar. El puerto estalló en un clamor de victoria.
Arquímedes, con el sudor brillando en la frente, me miró de reojo.
—Dile a tu gente, Tito, que mientras yo respire, Siracusa no se rinde.
No supe si me hablaba como general o como matemático, pero en ese instante, por primera vez en años, creí que un hombre podía detener a un imperio con nada más que ingenio y unas cuantas palancas.
Capítulo V – Los ojos del sol
No era la primera vez que veía a Arquímedes perder la paciencia, pero sí la primera en que entendía por qué. Entre el estrépito de las catapultas y el chirrido de las grúas, el viejo se apartó un momento, como si algo lo hubiera llamado lejos del muro.
Yo lo seguí, llevando todavía la lanza torpe que él me había mandado dejar a un lado. Se agachó junto a un cofre alargado, lo abrió con manos temblorosas pero firmes, y dentro vi lo que parecía un tesoro de otro mundo: discos de bronce bruñidos como lunas, esferas de vidrio tan pulidas que devolvían mi rostro deformado, y un haz de varillas de cobre tan finas como cabellos.
—Mi padre, Fidias, me enseñó a mirar el sol sin quedarme ciego —dijo sin apartar los ojos de un cristal pulido—. Lo hacíamos al amanecer, cuando la luz es más suave. Decía que la luz es como el pensamiento: si lo concentras, puede atravesar cualquier sombra.
Cogió uno de los espejos, lo giró hacia el puerto y un punto de fuego danzó sobre la vela de una nave romana, que de pronto empezó a humear. Los marineros gritaban y golpeaban la lona, como si con las manos pudieran espantar al sol.
Entonces sonó un estruendo de cuernos y, entre la humareda, aparecieron hombres de hierro: soldados romanos que habían escalado por la otra muralla. Hubo un instante de caos. Vi a un legionario correr hacia Arquímedes, la espada en alto. Yo grité, pero antes de que pudiera moverme, el romano se detuvo.
—¿Eres tú? —preguntó, sin aliento—. El que hace las máquinas… mi hermano murió por una de ellas.
Yo aferré la lanza. Arquímedes lo miró, y en su rostro se dibujó algo que no supe leer: ni miedo, ni arrepentimiento, sino una calma extraña.
—Tu hermano murió haciendo su deber —dijo el viejo—. Y yo haré el mío.
El soldado bajó la espada, miró hacia atrás como si temiera que lo vieran, y soltó un suspiro.
—Vete, anciano. No quiero tu sangre en mis manos.
Arquímedes asintió. Con un gesto me indicó que tomara el cofre. Lo cargué al hombro. Pesaba como un niño dormido.
—Dentro —susurró—, llevo los ojos del sol. Que no los toquen.
Y así, mientras las murallas de Siracusa temblaban con el rugido de las máquinas, seguimos el camino que nos alejaría de la ciudad. Detrás de nosotros, el mar ardía.
capítulos 6 Hiparco
Hipócrates y Arquímedes trabajaron codo a codo para proteger Siracusa. El primero, al mando de las fuerzas militares siracusanas; el segundo, ideando y construyendo aquellas máquinas imposibles que parecían nacidas de la mente de un dios: catapultas, grúas, y la temida garra de Arquímedes, capaz de arrancar barcos romanos del agua como si fueran juguetes. Esta última jugó un papel decisivo, prolongando la resistencia frente a las legiones de Marco Claudio Marcelo y retrasando la caída de la ciudad.
Pero el cerco romano terminó por cerrarse, y cuando todo estaba perdido, Arquímedes y Hipócrates lograron huir bajo la protección de la noche. Su destino: Rodas. Allí, entre muelles de madera y cielos límpidos, buscaban refugio y un nuevo propósito.
Rodas, pensaba Arquímedes, era un lugar perfecto para su viejo amigo Hiparco. El cielo diáfano, el mar como espejo, y la calma necesaria para proseguir con sus observaciones. Hiparco llevaba años elaborando su mapa estelar, el más ambicioso jamás intentado: ya había catalogado unas quinientas estrellas, y cada una ocupaba su lugar preciso en aquel pergamino sagrado para él.
Arquímedes lo encontró, como siempre, contemplando el atardecer: ese instante en que el día se retira como un telón para dar paso a la verdadera función, el cielo nocturno.
—Traigo algo para ti, Hiparco —dijo Arquímedes, descargando un cofre sobre la mesa de trabajo.
El astrónomo lo abrió con cautela. Dentro, descansaban varios juegos de lentes pulidos hasta la perfección y, envuelto en telas, un espejo ustorio que capturaba la luz como si fuera fuego líquido.
—Es una réplica —explicó Arquímedes— de los que utilicé en la batalla de Siracusa para incendiar los barcos romanos. Los demás son piezas de estudio, trabajos míos que han permanecido ocultos durante años. También incluyo las instrucciones para montar los lentes y acercar objetos en el horizonte. Con ellos pude ver las velas enemigas mucho antes de que tocaran nuestras costas.
Hiparco tomó en sus manos el cristal más grande, y un destello del sol poniente se reflejó en su superficie.
—Deseo que tú —continuó Arquímedes— puedas sacarles un provecho mayor que el que yo he tenido. A mí ya sólo me queda huir.
Hiparco no dijo nada. El rumor del mar, allá abajo, fue la única respuesta.
Eratostenes
Capítulo VI – Lo que muestran los lentes
La noche había caído sobre Rodas, pero Hiparco insistió en esperar el amanecer. Decía que los primeros rayos, filtrados por el aire frío, eran más limpios para la medición. Yo me quedé junto a él y Arquímedes, con el cofre abierto sobre una mesa de madera. Los lentes reposaban como ojos dormidos, esperando a ser alineados.
—Recuerda —le dijo Arquímedes—, el espejo principal debe inclinarse hasta atrapar el disco entero del sol, y el segundo lente enfocar su borde. No mires directamente, o no vivirás para contarlo.
Hiparco trabajó en silencio, moviendo piezas con una precisión que me recordó a un sacerdote preparando un altar. Cuando el sol asomó por el horizonte, un haz de luz se condensó en el primer lente, luego en el segundo, y finalmente en una escala grabada sobre una placa de cobre.
Pasaron minutos que parecieron horas. Hiparco anotaba, comparaba, volvía a mirar. Finalmente dejó la pluma, se enderezó y nos miró como si hubiera visto algo que no debía.
—Eratóstenes está equivocado —dijo.
Arquímedes frunció el ceño, pero no por incredulidad.
—¿En qué medida?
—En todas. La circunferencia que midió… —golpeó el pergamino con el dedo— …en realidad no pudo medir, más bien calculo. Pero está equivocado, y está equivocado porque parte de una premisa falsa, algo que da por cierto cuando no hay certeza. Si la premisa es incierta, todo es incierto.
Se acercó y bajó la voz, como si temiera que el viento llevara sus palabras a Alejandría.
—Y no sólo eso. El sol… no está tan lejos como creemos. Es más próximo, mucho más solo hay que ver esos ratos divergentes de luz para darse cuenta, y… —hizo una pausa, como si la frase pesara demasiado— …no me extrañaría que fuera él quien se mueve, y no la tierra.
Arquímedes lo observó en silencio, con esa mirada que podía atravesar piedra.
—¿Estás diciendo que…?
—Que si aceptamos lo que muestran estos lentes, no hay forma de demostrar que la tierra sea una esfera. Tal vez lo sea… o tal vez sea un plano.
El silencio que siguió fue tan denso como el aire antes de una tormenta. Afuera, el mar golpeaba suavemente el muelle, ajeno a que, en esa mesa, se tambaleaban las certezas de Eratosthenes.
Arquímedes rompió el mutismo con una sonrisa breve.
—Entonces hemos hecho bien en huir. - dijo mientras observaban un barco perderse en el horizonte , igual que lo hiciera Eratosthenes, para luego volverlo a ver con su aparato óptico -
Ahora desparece, ahora aparece - dijo Archimedes quitando poniendo la óptica sobre sus ojos, para luego dárselos a Hipócrates.
Un descubrimiento así vale más que la conquista de cualquier ciudad.
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