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El Reino del Fuego

 




Había perdido la cuenta de los whiskies que había tomado en la taberna con aquel escocés que acababa de conocer, cuando me llevó casi a rastras a un lugar donde pasarían cosas muy oscuras. Así me dijo, o creí entender en mi mal inglés, mejorado notablemente por el alcohol.




—¿Por qué debo acompañarte?
—Porque serás testigo de algo que jamás olvidarás, algo que te cambiará para siempre. Te ayudará a entender el mundo, mejor dicho, el reino en el que vives.

La bóveda subterránea por donde me condujo no era South Bridge Vaults ni Mary King’s Close, no era un sitio para turistas. Obviamente, era un lugar que solo algunos lugareños podían conocer. No podría llegar a ella hoy si me lo propusiese. Y si me pusieran frente a su entrada, tampoco podría asegurar que fuera visible, o solo fuera permeable esporádicamente, como el andén 9¾ de la estación de King’s Cross en Londres. Solo para magos.

Edimburgo es una ciudad mágica, dotada de una belleza espectral. La Royal Mile es la columna vertebral que une el castillo de Edimburgo con el Palacio de Holyrood en la parte más baja. Si caminas a favor de la leve cuesta desde el castillo al palacio, unos empinados callejones nacen a la izquierda, aunque mejor podríamos llamarla la siniestra. Sobre el empinado suelo de piedras de los callejones solían rodar los cuerpos de los desgraciados. Capaces ellos de perder la vida de mil maneras, terminaban todos en el fondo del pantano de Nor Loch, hambriento de tantos cuerpos como fuera posible, para tragar sus carnes y vomitar espíritus errantes que llenaban de fantasmas las callejuelas y los secretos túneles que existen bajo los callejones. Fue en 1820 cuando se terminó de drenar el pantano, que hacía las veces de cloaca y cementerio.

En uno de esos callejones estaba la entrada que conducía al siniestro salón al que fuimos a parar. Escasamente iluminado, solo por fuegos en unas antorchas que unos hierros forjados con formas de cuernos sostenían junto a los muros. Los fuegos, a no más de un metro y medio del suelo. Permanecimos escondidos observando aquellas figuras difíciles de describir; la luz que proyectaban los fuegos, todos por debajo de donde deberían estar los rostros, desfiguraba las sombras y las caras, difícilmente reconocibles como humanas.





Me costaba respirar, cuando quien parecía llevar la iniciativa desplegó un gran mapa de lo que parecía ser el hemisferio norte. No había líneas que indicaran límites ni fronteras. Solo líneas rojas que se retorcían como serpientes.
Cada una era un bosque que debía arder, una aldea que debía vaciarse.

—No basta con gobernarlos —dijo con voz baja, casi dulce—. Hay que doblegarlos, su dolor es nuestro alimento, su desesperación el camino para quedarnos con sus almas. Y gobernar este reino, que debe ser el nuestro.

A su alrededor, los mercenarios humanos —ministros, jueces, generales— asentían.
Ninguno llevaba uniforme. Vestían trajes impecables y sonrisas de campaña electoral.
Habían llegado al poder con promesas de prosperidad. Ahora eran siervos del fuego.

Las órdenes se dieron casi en susurros guturales y graves:

—Varios focos, todos a la vez. Lugares distintos, para que corran de un lado a otro como ratas.
Las primeras hogueras las encenderán en los bosques de la montaña. A la noche siguiente, quemaremos los sembrados.

Luego, en los bordes de las ciudades, donde el humo entrará en las casas antes que los bomberos.
Los incendiarios no huirán, caminarán despacio, como quien deja un regalo envuelto.

Todos los seres parecían crecer en tamaño mientras oían tan siniestros planes. Hice una seña a mi guía para salir de allí, antes de que nos vieran. Había entrado en pánico y quería desaparecer. Todas las historias de fantasmas de la ciudad parecían un cuento de niños al lado de semejante orgía de planes incendiarios.

Por la mañana me dolía la cabeza de tanto beber, y no sabía si realmente eso había sido un mal sueño.
Mi grupo del colegio tenía un mensaje de audio de David, que se volvía de Ponferrada porque un incendio descontrolado amenazaba el alojamiento rural que había elegido para sus vacaciones. Zonas inmensas de Castilla y León ardían; al otro día aparecían distintos focos en Galicia, Francia, Grecia, California, Portugal. Los incendios, todos intencionados, fueron los más grandes de la historia. Me largué a llorar mientras me sonaban las últimas palabras de esos monstruos que espié en la sala de mármoles negros.

—Nadie nos verá en nuestro banquete, sobrevolaremos el fuego con las bocas abiertas, tragando gritos y llantos de cada humano, niños, jóvenes y viejos. Cada súplica será un festín, cada enojo con Dios, una victoria. No quemaremos solo árboles y animales, quemaremos esperanzas, sueños y dicha.

Creo haber entendido de qué va esta lucha.






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