Mundi Ongaro sobrevivía en Madrid trayendo coches viejos desde Holanda y vendiéndolos. Hijo del líder sindical Raimundo Ongaro, habían emigrado después del asesinato de su hermano a manos de la Triple A. Nunca le sacamos el tema del atentado contra su familia en ninguna conversación, pero todos sabíamos de su historia.
Era uno de los argentinos que visitaban el mercado de coches usados de Utrecht, en Países Bajos. Compraban algún coche de oferta y conducían sin parar los 1.743 km hasta Madrid. Venían sin detenerse para ahorrarse los hoteles y las comidas; el negocio no daba para florituras financieras.
Los coches con matrícula extranjera solo tenían permiso de estancia de seis meses en el país, por lo cual el mercado se limitaba a los turistas que compraban un vehículo para hacer un viaje por Europa. Si pensaban viajar más de treinta días por las rutas, era bastante más rentable que alquilar. Luego podían vender el coche, cuando regresaban a Madrid, a otro turista. A veces tenían poco tiempo, ya que regresaban con lo justo para abordar los viajes interoceánicos. Era entonces cuando los automóviles volvían como un búmeran a quienes los habían traído, esta vez pagando muy poco por la recompra, e incluso a veces se volvían a hacer con ellos con la sola promesa de intentar venderlos.
Eran tiempos donde los sueños de quienes habíamos emigrado, la solidaridad y la aventura aún no habían dado paso a los celos y la envidia. Nuestro barrio y nuestro club funcionaban como hilo rojo que nos conectaba. A pesar de no pertenecer a su generación, me trataban con amor. El pasado nos unía. Yo era el benjamín entre los inmigrantes y ellos me protegían de alguna manera. Mi insultante juventud me costó ser el único sin entradas para ver la final entre Italia y Alemania. Me dolió. Corría 1982 y en Madrid convergíamos los refugiados del 76, los inmigrantes económicos, los que venían a ver el Mundial, los que se sentían atrapados por las historias europeas de sus abuelos y los que huían de sus fantasmas.Un Fiat 127 del color de la camiseta de Lanús era el motivo de la visita de Mundi. Teníamos en casa unos amigos de Rosario, que habían venido a ver el Mundial y querían hacer un viaje por el continente, con especial interés en la costa dálmata. Yugoslavia aún era un país en 1982, casi sin carreteras pero con una belleza sin igual. El coche, de motor impecable, tenía en la chapa las huellas corrosivas del agua salada.
Mundi subió a casa a la hora de la cena. Éramos unos siete para comer. No andábamos bien de dinero y la carne no abundaba en el menú, pero había una parva de dos kilos de milanesas. Alguien había tenido ingresos extraordinarios y, como buenos chicos de club, estábamos acostumbrados a compartir. Estábamos saliendo bruscamente esa noche de la dieta vegetariana, sin ningún problema de conciencia.
El plato con la comida estaba estratégicamente colocado en una esquina de la cocina, fuera de cualquier campo visual, esperando que terminara la compraventa, Mundi se retirara y entonces sí: a cenar con los amigos. Casi una fiesta, tanta sensualidad en los platos.
La negociación venía dura. El presupuesto para comprar el vehículo era escaso. Mundi se había puesto firme con el precio, pero no había más dinero. Así que al monto ofrecido le sumamos un Walkman. Lo hizo dudar. La negociación se prolongaba más de la cuenta y no había acuerdo. Alguien, con buen criterio, empezó a freír las milanesas. El vendedor se percató del menú y sus ojos brillaron. A saber cuánto hacía que no probaba semejante manjar para cualquier porteño de buena cepa.
—Mundi, tenemos que cenar. Última oferta: 20.000 pesetas, el Walkman, y quédate a la mesa.
Las milanesas fueron la llave de la operación, y el porteño se fue con menos dinero del que esperaba, pero estaba feliz.
Así, el Fiat 127 holandés, que venía de Utrecht, pasó de manos de un capitalino a manos de los rosarinos, para nunca salir ya de la comunidad inmigrante de la Chicago argentina.
Primero se lo llevaron Tatán, Carlos y Alegri para la gira por Europa y la costa dálmata. Cuando volvieron a Argentina, Eduardo se quedó con él. Y yo lo heredé, porque Eduardo, que era el único profesional de nosotros, salió rápido de la pobreza, compró un R11 0 km y me regaló el viejo coche.
El Fiat me acompañó en todas las luchas por la subsistencia en los primeros tiempos: mercadillos para ventas ambulantes, ventas de bufandas francesas que pasaban clandestinamente por Irún, bolsos y cinturones a las tiendas de moda. Todo tipo de complementos que me permitían tener ingresos y salir, lentamente, de la austeridad absoluta de los primeros meses.
Pero mi pasado familiar industrial me tiraba. Me subí a la moda de unos jerséis artesanales tejidos con agujas. Así fue como todas las abuelas de Moralzarzal —y muchas de Becerril, en la sierra de Madrid— se convirtieron en tejedoras profesionales. Sus obras lucieron por los cuerpos de las mujeres más bellas de la ciudad y también del país.
Ciento cincuenta mujeres de este pueblo recibían lana una vez por semana para llevar adelante las cuatro o cinco prendas semanales que producían las más laboriosas. Se juntaban en casas y parques para tejer. No solo había colaborado a que en todos los hogares hubiera un ingreso extra, sino también a una explosión de sociabilidad: se pasaban instrucciones sobre cómo hacer el punto arroz o aquel otro detalle que a mí se me escapaba por completo. Mi aportación se limitaba a decir el punto, el color, si era cuello alto o barco, y los dibujos que llevaban.
Rosa tenía la tienda de lanas del pueblo, “Lanas Stop”, y me esperaba con verdadera ansiedad en mi visita semanal.
Puntualmente le acercaba las bolsas de lana. Ella repartía la misma, previamente pesada, instruía a las señoras sobre qué debían hacer, pesaba los jerséis y la lana sobrante. Les pagaba mil pesetas por jersey de las mil doscientas que yo le daba. En 150 tejedoras, era mucho negocio para Rosa, algo que ni vi ni me importaba en ese momento. Solo sabía que yo no podía hablar con 150 mujeres una por una. Ella era mi nexo. Claro que, para su familia, me había convertido en una especie de regalo divino. Sus ingresos eran suculentos.
Mi viaje empezaba en la misma Plaza Mayor de Madrid, en una gran tienda de lanas: El Gato Negro. Hoy parece mentira que pudiera meterme hasta el mismo corazón de la ciudad con mi coche utilitario para llenar el maletero y el asiento trasero de bolsas de lanas de todos los colores. Empaquetada entre cristales y latas, un mundo multicolor se veía desde fuera como un juguete para un gato gigante.
Si quería moverme con un coche con matrícula holandesa (al borde de la ilegalidad por sus meses de permanencia en el territorio), con sigilo y clandestinidad... por Dios, no lo iba a conseguir.
Y así fue como, en uno de los tantos viajes, a la altura de Colmenar Viejo, me pararon dos motos de la policía y comenzaron a revisar el coche. Estaban entre alucinados y molestos por no entender qué carajo hacía un argentino con un coche holandés, camino a la sierra de Madrid, en una bola colorida de lanas, cristales y chapa picada por el salitre.
Pero el desconcierto fue aún mayor cuando se dieron cuenta del dineral que llevaba en el bolsillo: era el destinado a pagar a las tejedoras. El coche ya estaba ampliamente sobrepasado en el permiso de estancia en el país. Argumenté que mi padre me lo había dejado para venderlo luego de su viaje turístico, y que me estaba costando más de la cuenta.
—No va a poder continuar. Llamaremos una grúa y nos llevaremos el coche.
—Discúlpeme, agente, he dado mi palabra a las tejedoras del pueblo que hoy les llevo esto y les pago. Yo no puedo faltar a mi palabra. Las mujeres necesitan el dinero y cuentan con el trabajo. Déjeme llegar hasta el pueblo, bajar la lana y pagarles a las mujeres. Después llévense el coche, por favor.
No sé cuál fue el mecanismo que accioné en sus mentes. Creo que estaban tan sorprendidos por lo surrealista de la situación que accedieron.
Entré lentamente al centro de Moralzarzal, escoltado por dos motos policiales a ambos lados, como si de una visita oficial se tratase. La incredulidad del padre de Rosa, en la puerta del negocio, fue total. Yo era su gallina de los huevos de oro. Siempre estaba allí el mismo día de la semana, con mucho dinero en efectivo. Era el principal ingreso de su familia, sin ninguna duda.
Aparqué y bajé la lana parsimoniosamente. Hice todo con una lentitud suprema, esperando el milagro de que los policías se fueran sin más y me indultaran el coche, cual toro bravo en la plaza de Las Ventas.
Mientras, fuera, el papá de Rosa defendía con ahínco mi bondad, lo importante que era para el pueblo y la ayuda que suponía para las familias el ingreso extra que tenían gracias a mi actividad (sobre todo él, por supuesto, pero eso se le olvidó explicarlo).
Yo solo escuchaba parcialmente:
—¿Pero el vehículo es del papá?
—Creo que es de él. Hace meses que viene con el mismo.
Trágame tierra. Tengo que salir y entregar el coche, pensé. Ya había pagado, nada me retenía dentro. Aún sentía miedo a la autoridad, producto de nuestras experiencias traumáticas juveniles durante la dictadura. Y salí al encuentro de la ley pensando cómo iba a volver desde la sierra esos 80 km, cargado de jerséis terminados. Imposible. Perder el coche era la ruina para mi actividad. Comprar otro, imposible.
Salí derrotado, sin nada en la mano. Me miraron con ternura y me dijeron:
—Solucione lo de la documentación del coche. No puede circular así.
Se fueron. Esperé media hora antes de comenzar a subir todos los tejidos terminados.
Mucho tiempo después, me volvieron a parar por los mismos motivos en las cercanías de Getafe, zona sur de Madrid. Me bajé del coche y les dije:
—Tienen ustedes razón. Pueden quedarse con el automóvil. Aquí tienen mis datos si necesitan algo. No lo pude vender. Si no puedo circular, aquí lo dejo.
Y lo dejé en la ruta, ante la sorpresa de quienes me pararon, y me alejé caminando por el arcén, silbando una canción de Charly García.
Recibí varias cartas para que fuera a recogerlo. Jamás fui. Había decidido poner punto final a mi aventura transgresora del transporte.



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