La mañana era fría como tantas en Madrid y en la nave industrial
hacía más frío en los pasillos que en la cámara de quesos.
La búsqueda de financiación es una constante para las empresas en crecimiento, pero hay un punto de ruptura que es el día que dejas de ir a visitar la entidad bancaria y ellos comienzan a ir a tu lugar de trabajo. Esto es un antes y un después. Un momento mágico que te hace suponer que tus problemas financieros se han acabado. Mucho había aprendido de mi amigo Quintín en Guijuelo y su elaboración del jamón ibérico; esos depósitos tenían el tamaño de campos de fútbol y los jamones se estacionaban colgados del techo cual racimos de uvas superpuestos. Era difícil cuantificar la gran cantidad de jamones de aproximadamente 8 kilos cada uno al precio que tiene el mejor producto que puede dar este país, simplemente una millonada. Mi amigo me decía: “Cuando necesito financiación invito al Director del banco a caminar por los depósitos de jamones”. No podía fallar.
Estaba yo tan enfrascado en los desafíos de la organización, que
muchas veces me olvidaba que andaba mi padre por allí, cerca de los compañeros
que hacían el trabajo duro. Cada tanto me daba una vuelta por la planta y lo veía,
le daba un abrazo y le decía “No vengas tan temprano que hace mucho frío”.
Me miraba y se reía porque había madrugado toda la vida.
Un nuevo director había asumido en la sucursal de nuestro banco y
había decidido hacernos una visita luego del infaltable café en la sala de
reuniones y de la presentación de los responsables financieros. Primero le daba
una breve explicación de nuestros planes y luego procedía, como bien había
aprendido de Quintín, a darle una vuelta por la planta. Cuando llegué a la zona
de cámaras ubicada en el sótano, estaba mi padre en ese frío invernal con un
gorro de lana y escoba en mano, barriendo. Nunca sabía si cuando tenía una escoba barría
o pensaba o las dos cosas a la vez; esta vez pensaba más de lo que barría, y
cuando me vio llegar me soltó lo que pensaba sobre una cuestión laboral. Más
que una sugerencia sonaba a una orden y venia precedida de un “Negrito,
escúchame, hay que hacer…” … Cuando terminó la frase saludó con un seco buen
día a mi acompañante a quien, sinceramente, creo que no lo vio antes de
soltar la solución que venía elaborando.
Sonreí y volteé mi mirada hacia el director, y en su cara vi un
gesto de sorpresa; acostumbrado al trato con personas no me costó descifrar
como un:
“¿Cómo que un empleado se
dirige a su jefe como negrito?”
Su cara denotaba sorpresa y cierto desagrado por la manera en que
permitía ese trato, pero intenté explicarle, mientras soltaba una pequeña sonrisa,
que se trataba de mi padre. Noté cómo su cara paso de la desagradable sorpresa
por cómo se dirigían a mí, al más alto de los desprecios por tener a mi padre
barriendo el sótano muerto de frío. Intenté justificarme explicando que por más
que le decía que no venga y menos tan temprano a pasar frío, él hacia lo que
quería y yo no me sentía en condiciones de decirle que no lo hiciera.
A ese punto, no supe cómo seguir con la visita con total
naturalidad, entonces le di un abrazo a mi padre le dije “Lo haremos como me
dices”… Y, al director un lacónico “Para la familia y los amigos , soy
el negro”.
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